Como la ciencia ficción imaginó a la
Buenos Aires del futuro.
Argentina
Potencia
Adornado por el brillo del optimismo
científico-tecnológico y la nostalgia de los tiempos aún por venir, el retrato
de la Buenos Aires futura discurre por las páginas de la ciencia ficción
argentina. Y como los barrios que le dan forma, sus facetas son múltiples: una
metrópoli colmada por los festejos del Bicentenario (2010), llena de robots
domésticos, autos y máquinas voladoras para todos los gustos, alimentos y
combustibles sintéticos, aviones transatlánticos con salida en Once o el mal
sabor de una jornada laboral de cuatro horas, el reemplazo del dinero por
tarjetas de crédito y jubilaciones a los 50 años. Con la guía de las célebres
revistas Más Allá y El péndulo, el escritor y filósofo Pablo Capanna se interna
en la escenografía netamente verniana de una ciudad y en la utopía que mece su
marcha melancólica.
Por Pablo
Capanna
El siglo XX se abría con optimismo para los
argentinos, o por lo menos para su clase dirigente. En 1904 asumía Quintana,
designado por Roca y sus “notables”. Había agitación obrera y reinaba una
democracia ficticia, pero ya circulaban los primeros tranvías eléctricos,
Alfredo Palacios era diputado, el campo atraía legiones de inmigrantes y el
país entonaba la “Oda a los Ganados y las Mieses”.
La clase ilustrada leía a Julio Verne, pero también al
socialista Bellamy. En sus bibliotecas populares, los obreros leían a Bellamy y
a William Morris, pero también a Verne y a sus imitadores. Un olvidado (y
seguramente olvidable) escritor de entonces llamado Enrique Vera y González
publicaba en ese año una de las primeras novelas argentinas de anticipación: La
Estrella del Sur o A través del porvenir.
Desde la tapa nos intimidaba con un enorme monumento:
un grupo escultórico de dimensiones ciclópeas del cual se alzaba un brazo
portando una antorcha, seguramente la del progreso. En el cielo, se veía llegar
una aeronave, mezcla de dirigible y cuadriplano, que se disponía a aterrizar en
Buenos Aires, para entonces la tercera ciudad del mundo.
Era la historia de un joven pudiente que para matar el
spleen recurría a un chamán indio, uno de los pocos que Roca había dejado con
vida. Gracias a su magia, emprendía un “viaje astral” que iba a transportarlo
al Buenos Aires del año 2010, justo a tiempo para asistir a los festejos del
Bicentenario.
En 2010, la ciudad era el triunfo de la imaginación
verniana, llena de autos y máquinas voladoras para todos los gustos. Se
producían alimentos y combustibles sintéticos, el telégrafo ya transmitía
imágenes, había robots domésticos y quizá fábricas automáticas, pero no quedaba
claro cómo se había pasado del “bárbaro siglo XIX”, del cual sólo se rescataba
a Rivadavia y Sarmiento, a ese majestuoso futuro.
Desde entonces pasaron exactamente cien años. Por
supuesto, no vamos a comparar la visión de Vera con la realidad por todos
conocida. Pero sí podemos cotejarla con las visiones más recientes del futuro
argentino, tal como aparecen en los escasos y poco reconocidos escritores de
ciencia ficción.
Como muestra, basta un botón. Veamos como un autor
reciente, José Manuel López (Apocalipsis 3, 1992) imaginaba el futuro argentino
en pleno utopismo menemista. El cuento anticipa la Argentina del año 2005 como
un Estado policial, que se encarga de contener y reprimir con mano dura las
hordas de marginales y excluidos. Para peor, ha vuelto el Proceso con nuevos
generales, Plaza Constitución se llama “1976” y hay calles con los nombres de
Martínez de Hoz y Camps. Es cierto que hay resistencia y que América latina se
presenta como la última esperanza del mundo, pero la idea de progreso parece
haber entrado en coma.
¿Qué pasó en estos cien años para que el imaginario
argentino pasara del optimismo ingenuo a una suerte de pesimismo masoquista y
que el horizonte de futuro haya caído de un siglo a una década apenas?
Cualquiera diría que no hay mucho que explicar. Lo que sí cabe es reconstruir
las fases de un proceso que nos ha llevado a festejar la puesta en marcha de un
viejo tren Diesel o la reapertura de una fábrica recuperada por la tenacidad de
sus obreros.
El triunfo de Julio Verne
Se diría que a principios del siglo XX el optimismo
científico-tecnológico era patrimonio de la clase dominante. Sin embargo,
también imperaba en las publicaciones de los socialistas y anarquistas de
origen inmigratorio.Una obra típica de este período es la novela de Julio
Dittrich Buenos Aires en 1950 bajo el régimen socialista (1908). Dittrich era
un obrero alemán que había llegado a fundar su propia empresa. Entre sus
lecturas, aparte de los doctrinarios socialistas, estaban Verne y Flammarion.
Era común que, para enviar al futuro a sus personajes,
los escritores recurrieran a la máquina del tiempo, a un rayo o el trance
hipnótico, pero Dittrich apelaba a un recurso argentino. El obrero recibía “un
feroz hachazo” policial durante un acto del 1º de Mayo y se pasaba casi toda su
vida en un hospicio, hasta que los avances de la ciencia lograban devolverle la
cordura.
Para 1950 el socialismo se había instaurado
pacíficamente en todo el mundo desde que un millonario norteamericano había
donado su fortuna al movimiento. Buenos Aires era una metrópoli de escenografía
netamente verniana: autos eléctricos y aviones transatlánticos que salían de
Once, trenes de gran velocidad que unían Retiro con Nueva York, comunicaciones
instantáneas. Pero también había cosas que el pesimista Verne no soñaba: la
jornada de cuatro horas, el reemplazo del dinero por tarjetas de crédito, la
jubilación a los 50.
El héroe que había permitido todos estos avances era
Alfredo L. Palacios, con varios monumentos en Buenos Aires. En la ficción moría
aplastado por un gordo senador durante un tumulto en las escalinatas del
Congreso. De hecho, quien murió en 1950 (el año de su utopía) fue Dittrich, y
Palacios lo sobrevivió, para ver cómo el peronismo se apoderaba de sus
iniciativas.
Pero con la “Nueva Argentina” del primer gobierno de
Perón –más creíble que la “Argentina Potencia” del tercero– el optimismo
renacía. De hecho nunca se había muerto.
En esos años (1953-1957) aparecía en Buenos Aires Más Allá,
una revista de ciencia ficción que llegó a circular por todo el mundo de habla
hispana: no sólo publicaba material norteamericano, sino que les daba cabida a
algunos escritores locales. En las secciones de ciencia trabajaban José
Westerkamp y Mario Bunge. El físico Varsavsky escribía, con seudónimo, relatos
protagonizados por científicos argentinos de avanzada. También se podía leer un
cuento como Profesor particular (1953), firmado por un tal Juan Fernández que
anticipaba un futuro en el cual Sudamérica sería la primera potencia mundial,
productora de robots como los de Asimov. Pero ya el texto tenía un dejo de
ironía, que los lectores no dejaban de percibir.
El gran cambio
En 1955, cuando Perón era derrocado, Ignacio
Covarrubias, un conocido periodista de la época, publicaba en Más Allá
Saturnino Fernández, héroe. En el cuento, un argentino salvaba al mundo de una
invasión extraterrestre. Los invasores dejaban caer una letal “nevada” que
paralizaba las mentes, pero no surtía efecto en quienes estaban alcoholizados:
entre ellos, un borracho argentino que encabezaba la resistencia y salvaba al
mundo de la hecatombe.
La idea debe haberle gustado a H. G. Oesterheld, que
editaba Más Allá. Dándole un giro apocalíptico a la historia, Oesterheld creó El
Eternauta (1957-1959), donde Juan Salvo y sus amigos se empeñaban en una
desesperada resistencia contra los invasores (dominados a su vez por otra
especie aún más despiadada) y sus títeres humanos. Era casi el destino de su
autor, que fue un “desaparecido” más.
Irónicamente, el tema de la invasión extraterrestre
había nacido en Estados Unidos como un eco de la paranoia macartista; su mejor
exponente era Amos de títeres (1951) de Robert A. Heinlein, un autor derechista
que había publicado Más allá. Oesterheld la convirtió en una parábola
revolucionaria, en la cual los invasores extraterrestres hacían el papel del
imperialismo.Pero, de todos modos, la generación “utópica” a la cual pertenecía
Oesterheld no tenía ya una utopía. Su imaginario reflejaba los peores miedos de
los argentinos, que en el futuro ya no se imaginaban independientes sino
desgarrados entre las grandes potencias. El futuro, que hasta entonces había
sido deseable, pasaba a hacerse temible, y se cargaba de paranoia.
Lamentablemente, los hechos parecieron darle la razón.
Golpe a golpe
Cuando Onganía quiso imponer su proyecto de franquismo
nostálgico y recrudeció la censura, el escepticismo se acentuó. En el mismo año
en que Onganía se apoderaba del poder, el psicoanalista Emilio Rodrigué escribió
De cómo en el año del Sesquicentenario los argentinos salvaron a la Tierra
(1966). Aquí, la nave de los invasores extraterrestres captaba un típico
discurso patriótico del 9 de Julio. Intrigados por ciertas expresiones, los
invasores trataban de imaginarse cómo sería ese pueblo indómito, que estaba
dispuesto a luchar hasta la última gota de “sangre argentina”, porque tenía sus
atributos masculinos “bien puestos”. Pero tras secuestrar a un nativo, que con
tono burlón se dignaba a explicarles que aquí nadie cree en los discursos,
renunciaban a conquistar a un pueblo tan absurdo.
El escritor Eduardo Goligorsky, indignado por la
prohibición del Bomarzo de Ginastera recurrió entonces a la ciencia ficción
como forma de impugnación. En cuentos como “En el último reducto” y “El vigía”
(1967), o “A la sombra de los bárbaros” (1977), escrito cuando el Proceso lo
empujó al exilio, pintó una futura Argentina retrógrada y decadente que iba
involucionando a medida que se aislaba del mundo civilizado. Sólo quedaba la esperanza
de la fuga. Alfredo Grassi, otro autor de esos años, pintaba en Los herederos
(1968) una distopía al estilo Orwell, con una Argentina en guerra con Brasil y
sometida a una religión fundamentalista de Estado.
Para entonces, el desencanto se había asentado entre
los escritores argentinos del género. En sintonía con el estado de ánimo
colectivo, ya nadie se atrevía a imaginar un futuro de paz y prosperidad y
pensaba que lo peor estaba por venir.
La ciencia ficción argentina nunca tuvo un gran
mercado editorial y sólo llegó a ser aceptada por la crítica como una expresión
marginal. Pero, como suele ocurrir, sus lectores eran muchos más de lo que se
creía y el género de algún modo se hacía eco de las ilusiones y los temores de
su público.
Por una extraña paradoja, en los duros años del
Proceso la ciencia ficción argentina tuvo su mejor época, quizá porque la
censura no se ocupaba de ella. En esos años nació El Péndulo, una de las
mejores revistas del género a nivel internacional, que siguió editándose bajo
la democracia, hasta que la economía le puso fin. En sus páginas, cuando la
derrota de Malvinas ponía a los militares en la pendiente, comenzó a asomar
tímidamente el disenso. Allí fue donde Carlos Gardini imaginó guerras todavía
más absurdas, lluvias de muertos y “desapariciones” en la noche, que todos
leímos como una paráfrasis del presente o del pasado cercano.
La democracia esceptica
A pesar de las esperanzas que alentó en la sociedad,
el regreso a la democracia no pareció hacer mella en el pesimismo de los
escritores del género. Por entonces, la corriente dominante en la ciencia
ficción mundial era el llamado ciberpunk, que jugaba con las posibilidades de
lo virtual en un contexto de policial “negro”. Los nuevos futuros eran de corto
plazo, y ni siquiera en los países centrales eran optimistas.
La ciencia ficción argentina se refugió en las
publicaciones alternativas. Pero con cada concurso literario de los ‘80 salía a
luz una avalancha de textos ciberpunk, ambientados en un futuro tan cercano
como siniestro,dominado por la corrupción, la violencia y el absurdo. Los
escritores jóvenes de entonces imaginaban la pérdida de identidad nacional y la
adopción del dólar como moneda. Era casi una profecía de la gran ficción
política de los ‘90: la convertibilidad.
Se diría que en Argentina, como en todas partes,
imaginar el futuro es, de algún modo, asumir el pasado. Pero en un país que
casi treinta años después aún no ha terminado de ajustar cuentas con la
dictadura, el pasado parecería funcionar más como inhibidor que como
estimulante.
Las discusiones sobre el “ser nacional”, que otrora
llegaron a ser verdaderos ejercicios de metafísica, hoy han derivado en la mera
picaresca, y basta escribir algún inventario de nuestros defectos para
encontrar demanda en un mercado de masoquistas, empeñados en creer que si no
podemos ser los mejores, por lo menos tenemos que ser los peores.
Entre las pesadillas que brotan en cualquier mesa de
café está la amenaza de la fragmentación del país, algo que suele insinuarse en
voz baja, como revelando un secreto. No faltó quien se hiciera eco de ella.
Elvio E. Gandolfo, en el cuento “Llano del Sol” (1979) dibujó una Argentina
dividida en cuatro o cinco republiquetas feudales por una larga guerra civil.
El protagonista cuidaba de una deteriorada estación de energía solar en los
llanos riojanos y vivía aguardando con ansiedad al cartero que traía de Buenos
Aires El Tony, la mayor expresión cultural del momento.
Otra fantasía recurrente, que implantó el revisionismo
histórico, es la búsqueda obsesiva del “pecado original” argentino. Discernir
cuál fue el momento en que nos equivocamos halaga las fantasías conspirativas y
parece dar cuenta de nuestros pesares.
En la ciencia ficción, el recurso adecuado es la
ucronía o historia contrafáctica. Luis Pestarini recurre a ella en La noche
reina (1996), donde toda la historia argentina resulta ser el fruto de una
violencia con la cual se torció el curso que nos hubiera llevado a una utopía.
Al parecer la muerte de Mariano Moreno inhibió un futuro posible donde
Sudamérica llegaba a ser la gran potencia del siglo XX. En el cuento, se
enfrentan dos viajeros del tiempo procedentes de mundos alternativos del
futuro. Un enviado del porvenir logra asesinar a Moreno y nos deja embarcados
en la realidad que sufrimos. Un tema trillado de la ciencia ficción, que en
otras latitudes ha llevado a especular con Gettysburg o Waterloo, se convierte
aquí en una metáfora de la decadencia.
Una decadencia real, de la cual la fantasía es apenas
un reflejo, y un enorme desafío para quien aspire a regar la marchita plantita
de la esperanza de un futuro mejor. Pero como dijo Heráclito hace casi tres mil
años, “quien no espera lo inesperado, no llegará a encontrarlo”.
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